La promesa y la ayuda
"Bienaventurado aquel cuyo ayudador es el Dios de Jacob, cuya esperanza está en Jehová su Dios."
Salmo 146:5
¿A dónde acudimos cuando todo se viene abajo? Cuando estamos desesperados, es fácil confiar en personas poderosas: líderes, autoridades, gente con dinero o influencia. Pero el Salmo 146 nos da una advertencia clara: “No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación.” ¿Por qué? Porque hasta el más fuerte de los hombres tiene límites; mueren, y sus planes mueren con ellos. Pero el que pone su esperanza en Jehová, el que confía en el Creador del cielo y de la tierra, ese es verdaderamente bienaventurado.
Carlos había invertido casi toda su vida en su panadería. Empezó con un horno prestado y una receta que le enseñó su abuela. No tenía un local grande, pero los vecinos amaban sus panes, sobre todo las conchas calientitas que salían justo al amanecer.
Entonces vino la inundación.
Tres días de lluvia intensa hicieron que el río se desbordara, y las calles del pueblo de San Andrés quedaron cubiertas de agua sucia. Cuando por fin bajó el nivel, todo estaba destruido. El horno se había echado a perder, los sacos de harina se pudrieron, y las paredes estaban manchadas de lodo.
Pocos días después, el alcalde llegó con cámaras y periodistas. Dio un discurso:
— “¡No están solos! Vamos a ayudarles a reconstruir. Hay fondos en camino. Cada negocio será apoyado”.
Carlos sintió esperanza. Llenó formularios, fue al edificio municipal y esperó con paciencia. Una semana. Dos. Tres. Nada. Al principio le decían: “Espere, ya casi”. Luego, dejaron de contestar.
Un día, Carlos se quedó solo en su panadería vacía. Miró el techo manchado y las paredes rotas. Sintió el peso de la decepción. Había puesto su confianza en un “príncipe”, y ese príncipe no pudo salvarlo.
Esa noche, con voz temblorosa, oró:— “Señor… ayúdame. Ya no sé qué hacer”.
A la mañana siguiente, alguien llamó a la puerta. Era Doña Marta, de la iglesia del barrio.— “Hemos estado orando por usted,” dijo con una sonrisa. “Trajimos un poco de harina, azúcar, aceite... lo que pudimos reunir”.
Esa misma tarde, un amigo del sobrino de un vecino llegó con un horno usado. “No es nuevo, pero funciona,” dijo. Luego vinieron otros: un joven que ayudó a limpiar, una señora que ofreció pintar las paredes, y antiguos clientes que vinieron a comprar pan por adelantado.
En menos de dos semanas, el aroma de pan fresco volvió a llenar la calle. Carlos, detrás del mostrador, entregó una concha caliente a un niño con una sonrisa enorme. Miró su pequeña tienda, aún con cicatrices, pero viva. Él susurró con gratitud: “Bienaventurado aquel cuyo ayudador es el Dios de Jacob.”
Porque Dios—a diferencia de los príncipes—no hace promesas vacías.
Él abre camino donde no lo hay.
Leer: Salmos 134, 146-150; Proverbios 15
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