El atalaya
“A ti, pues, hijo de hombre, te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte”.
Ezequiel 3:17
En tiempos antiguos, la vida de una ciudad dependía de sus muros y de la vigilancia en ellos. Los atalayas, o centinelas, se colocaban en lo alto de las murallas para observar todo lo que se acercaba: caravanas, mensajeros, o ejércitos enemigos. Si un atalaya veía peligro, debía tocar la trompeta para advertir al pueblo. Si sonaba la alarma y la gente no respondía, la culpa era de ellos. Pero si el atalaya veía el peligro y callaba, la sangre de los caídos se demandaba de sus manos.
Con esa imagen en mente, Dios llamó a Ezequiel a ser Su atalaya espiritual para Israel. No se trataba de proteger una ciudad física, sino de advertir a un pueblo rebelde de la realidad de su pecado y del juicio venidero. Dios dejó claro que si Ezequiel anunciaba fielmente Su mensaje, entonces el pueblo sería responsable de su respuesta. Pero si Ezequiel callaba por miedo, indiferencia, o cansancio, la culpa caería sobre él. La fidelidad del profeta se medía no por el número de personas que respondieran, sino por su obediencia en entregar el mensaje de Dios.
Este mismo principio aparece en otros lugares de la Biblia. En Isaías 62:6, Dios dice: “Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás”. El papel del atalaya es orar, advertir y nunca descansar en su misión. En el Nuevo Testamento, Pablo aplica esta imagen a su ministerio cuando dice a los ancianos de Éfeso: “Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios” (Hechos 20:26–27). Pablo veía su responsabilidad como atalaya cumplida: había advertido, había proclamado todo el mensaje de Dios, y ahora cada persona era responsable de su respuesta.
El llamado de Ezequiel nos recuerda que cada hijo de Dios, de una manera u otra, es puesto como atalaya en su propio contexto: en su familia, en su lugar de trabajo, en su comunidad. No se nos pide cambiar los corazones —eso es obra de Dios—, pero sí se nos pide ser fieles en hablar la verdad y vivir como testigos. El silencio cómodo puede parecer más seguro, pero lleva un peso terrible: la responsabilidad de no haber advertido.
En un mundo que prefiere callar la verdad de Dios, se nos recuerda que la fidelidad vale más que los resultados. Ser atalaya significa obedecer, advertir con amor, y confiar en que Dios se encargará de lo demás. Como Pablo, algún día podremos decir con paz: “Estoy limpio de la sangre de todos” porque no dejamos de ser fieles a nuestro llamado.
Video de hoy: https://youtu.be/mdDsN58cRH0
Leer: Ezequiel 1-4; Proverbios 27
¿Qué le mandó Dios a Ezequiel que hiciera con el rollo escrito por dentro y por fuera, y qué significaba esta acción?